Los dos años que permanecí en el pueblo, después de decidir forzosamente el abandono de lo que quedaba de la hermosa ciudad, fueron de relativa calma si los comparo con  la etapa de desastre mundial vividos bajo condiciones extremas de supervivencia. 
Por ese entonces, la civilización había quedado muy mermada en los cinco continentes. Las informaciones que llegaron, hablaban de un 92%. Se reducía así la especie a unos 500 millones de individuos en su mayoría enfermos o desquiciados. Pero en pocos meses parece que bajó hasta los 50 millones. Las mujeres embarazadas fueron más resistentes que el resto, sin embargo, los fetos estaban mal formados y en fase de mutación aberrante. La naturaleza parecía haberlos dotado de unas funcionalidades orgánicas y físicas con las que serían capaces del relevo. Como dije: no creo que sobrevivamos más allá de algunos decenios en los casos exageradamente optimistas.  
Las aguas bajaban entre saltos y saltos desde extrañas montañas  que perfilaban el horizonte. El pueblo, situado a unos cuatrocientos metros sobre el nivel del antiguo mar, no sufrió excesivos daños. Tal vez debido a que no ocupaba mucha extensión y su estructura desde lejos se asemejaba a una torreta picuda que se fundía con el color de la piedra natural, digo que tal vez pasó un poco más inadvertido para la descarnada desgracia que se paseó por toda la redondez del planeta. 
Estaba prácticamente deshabitado, dejado a su suerte tras el posible auge que quedó rezagado con los tiempos modernos y cuando sus hijos corrieron a las grandes ciudades en busca de vivencias, estudio y trabajo. Cosas de la vida, que luego, al cabo del tiempo, se erigiese en salvador de muchos sin el mínimo resentimiento, e intentando explicar en silencio los secretos de su profundo conocimiento cósmico adquirido en las noches estrelladas.
Fuimos llegando hasta él caminando y en vehículos que se asfixiaron por el camino.   En el pueblo eran unos doscientos vecinos y nosotros unos cuatrocientos. Yo llegué con mi mujer en moto hasta las mismísimas calles de nuestro anfitrión . La gasolina la cogíamos de los vehículos abandonados que guardaban en sus depósitos algunos gramos de oro líquido. Fue muy peligroso el trayecto, pues si bien tenía cierta idea de hacia donde quería ir, los obstáculos eran innumerables. Siempre bordeando aguas que intentaban atraparte, grietas por todas partes, carreteras que se cortaban en profundos socavones, fango y piedras que rodaban juntos, y unas temperaturas que de pronto te abrazaban de calor, como te quedabas empapado por la intensa lluvia y muerto de frio. Fueron muchos días para recorrer lo que de ordinario se tardaba unas horas. 
Tampoco fue que siguiésemos una ruta determinada. La casualidad hizo que no viésemos nada   que diera la mínima sensación de hospitalidad en el que permanecer relativamente seguros. Hasta que agotados y perdidos nos reencontramos con la imagen de aquel antiguo recuerdo al que vi de paso en una ocasión. Muchos ya habían conseguido llegar y otros se encontraban de camino…
 
